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    Carlos Ramos: un actor entre libros

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    Carlos Ramos con los libros

    Solía creer que al pasar el tiempo se pierde el entusiasmo, pero Carlos Ramos Rizo me demostró lo contrario. Con medio siglo de trayectoria artística, a sus 71 años sigue ávido de contar su historia.

    Mayormente escribe para sí mismo, en su pensamiento. Poemas que lo ruborizan pensando que son malos y solo confrontaba con su amigo entrañable, el ensayista, poeta, dramaturgo y artista de la plástica José Rolando Rivero. Tras su muerte hoy solo podrá evocarlo en sus recuerdos.

    Quizás por ser testigo de varias generaciones a las que él ha sobrevivido, ve la entrada al mundo editorial como una gran batalla. Y aunque se han representado tres guiones suyos y un sainete, no descarta la posibilidad de escribir sobre la historia del teatro en Ciego de Ávila, un gremio que bien conoce porque es fundador de la compañía Teatro Primero.

    Vive ajetreado ahora, y antes, cuando limpió zapatos, vendió periódicos, fue albañil…, pero supo que él, las letras y el escenario serían buenos amigos porque disfruta escenificar cuentos y recitar poesías. Por eso no extraña que durante 15 años dirigiera el proyecto Con-Cierto Amor, un taller de declamación por el que pasara el joven Rainer Nodal, quien hoy acapara titulares en el repentismo nacional. No lo dice literal, pero siente su obra un poco suya.

    Como escucha todavía casi todas las voces, sus voces, en los dramatizados de Radio Surco. Le hablan aquellos personajes que merecieran segundos premios nacionales de actuación, y la de otros, perpetuados en el éter y en el recuerdo de algún radioyente que hoy, quizás, no sabe que aquella voz es este hombre.

    El señor que colecciona celoso todas las obras de William Shakespeare y tiene un hijo llamado Hamlet. Hasta ahí llega su devoción por el célebre escritor. La que cultivara por nuestro Apóstol la llevó a las tablas y fuera de ellas, pues tomó como suya la tarea de recrear la vida y obra de José Martí a través del epistolario y la poesía.

    Es el mismo Carlos Ramos a quien la gravedad de la COVID-19 le hizo dudar de su capacidad de sobrevivencia, resurgió con más energías y subió el telón de su vida: abrió su librería, un sueño largamente acariciado en el que lleva “despierto” desde 2021.

    Al inicio radicaba en su casa, pero, entre cajas y cajas, se fue haciendo pequeño el lugar y apelando al Gobierno del municipio de Ciego de Ávila se le concedió una patente que le autoriza a vender libros en un espacio del céntrico parque Martí. Allí está si no llueve, si hace buen tiempo y si no es muy tarde, pero cuando no está en el parque, está en su almacén, que es también su casa.

    “Cuando empezamos no teníamos un propósito comercial, que sí hace falta, más bien es un proyecto familiar: mi hijo me ayuda con el traslado de los libros y mi hija a difundirlos en las redes sociales”, dice para confesar no ser muy ducho en el manejo de los aparatos digitales.

    Su objetivo no es lucrar con la cultura. Lo deja muy claro cuando se acerca a su puesto un estudiante usando uniforme. A los pequeños, muchas veces, les regala algún que otro ejemplar.

    Tal vez tenté demasiado a su memoria al preguntarle por el primer libro que vendió. Fue Había una vez, y fue para los niños de una mulata bonita que trabajaba en el hospital.

    ¿Y vende muchos libros?

    ─Hay días buenos y días malos, pero sí me compran bastante. Quienes más me compran son los jóvenes.

    ¿Tiene clientes que vuelven con frecuencia?, pregunto y sonríe, porque tiene frente a él a uno de ellos.

    ─Tengo un grupo de clientes que devoran libros, porque cada 15 o 20 días me compran buena cantidad. Eso crea un vínculo especial más allá del negocio. Por ejemplo, Royner, estudiante de Medicina casi graduado, ya es mi amigo en lo personal.

    ¿Pregona o se sienta a esperar?

    ─El pregón de mis libros se hace solo. Todo el que pasa llega para ver qué vendo. La otra parte es enamorar a la gente, reseñar brevemente la obra, hacer que se interese por el autor, la sinopsis y usar técnicas de marketing cuando juzgan a un libro por su portada; por eso digo, no cualquiera puede vender libros.

    ¿Cómo consigue tantos ejemplares?

    ─Siempre tuve buen arsenal de libros, pero lo refuerzo con la compra y venta. Hay que saber comprar y seguirle la pista a lo que más la gente lee. También me regalan libros para que agregue a mi catálogo. Agradecido con quienes colaboran, porque son conscientes del valor que tiene lo que donan.

    ¿Ha vendido libros especiales para usted?

    ─Sí, sería egoísta quedármelos. No me aferro a que sean leídos solo por mí. Tener libros guardados en un cajón es condenarlos al olvido, sin embargo, que los lean nuevos rostros es traerlos de vuelta a la vida. No son pocos esos ejemplares, pero con el tiempo han vuelto a mí, siempre los busco.

    Ahí están Corazón, de Edmundo de Amicis, y El Principito, de Antoine de Saint-Exupéry, son los clásicos que más le piden. En cambio, El monte, de Lydia Cabrera, las novelas policíacas de Agatha Christie y los textos de Leonardo Padura son los que más recomienda. Tampoco descuida las novedades literarias de los últimos años. Como profesor en clase habla de El tiempo entre costuras, novela contemporánea de María Dueñas, con la cual quedó fascinado.

    A sus amigos cercanos prefiere prestárselos antes que vendérselos, aunque les baje el precio. En esa disyuntiva regaló María Antonieta y La impaciencia del corazón, de Stefan Zweig. Si bien no lee todo lo que vende, sí lee mucho, amén de que defina como enciclopedia humana a su amiga Carmen Hernández Peña y a Heriberto Machado, un joven de vastos conocimientos literarios.

    Sin despreciar las facilidades que brinda la tecnología, afirma que los libros electrónicos nunca competirán con la sensación de tocar y oler las páginas de un libro que podría estar sobre su mesa, a su alcance. Tal vez por ello no tiene cara de librero misterioso y sombrío, y proyecta en su rostro la maravilla de un mundo desconocido. Descubrirlo sería tan fácil como abrir la tapa o preguntarle a Carlos Ramos.

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